martes, 28 de diciembre de 2010

Hasta que los ángeles escuchen




Ser como el río que fluye
Silencioso en medio de la noche.
No temer las tinieblas de la noche.
Si hay estrellas en el cielo, reflejarlas.
Y, si los cielos se cubren de nubes,
Como el río, las nubes son agua;
Reflejarlas también sin pena
En las profundidades tranquilas.

Manoel Bandeira


Una vez más nos descubrirnos enteros y plenos de júbilo en la entrega creativa a veces demorados o certeros en el proceso y alegres y tristes y confundidos y esclarecidos.
Somos personas sonrientes que en ocasiones guardamos la sonrisa aunque jamás la olvidamos del todo. Y somos sensibles, irritantes o amables no somos la musa del creador sino la magia en el pecho. La pequeña luz que vibra.

Nos decimos artistas y no sabremos nunca nuestra propia estatura pero eso no debería importarnos mucho. Más bien debemos estar presentes en nuestra obra y en serena letanía cantar las alegrías de crear hasta que los ángeles nos escuchen.

Para quienes amamos el arte en cualquiera de sus infinitas formas y creemos que refleja una arista maravillosa de nuestra misión en la tierra y nuestro proyecto de vida, tomo prestado hoy un bello relato del gran Paulo coehlo, de su libro Como el río que fluye se que será motivo de reflexión para todos.

El pianista en el centro comercial

Estoy andando, distraído, por un centro comercial, acompañado de una amiga violinista. Úrsula, nacida en Hungría, es en la actualidad una figura destacada en dos filarmónicas internacionales. De repente, me agarra del brazo:
-¡Escucha!
Escucho. Oigo voces de adultos, gritos de niño, ruidos de televisores encendidos en tiendas de electrodomésticos, zapatos que, saltando, golpean el suelo de ladrillos, y aquella famosa música, omnipresente en todos los centros comerciales del mundo.
-¿Acaso no es maravilloso?
Respondo que no he oído nada maravilloso o fuera de lo normal.
-¡El piano! –dice, mirándome con decepción-. ¡Ese pianista es maravilloso!
-Será una grabación.
-No seas bobo.
Al escuchar con más atención, resulta evidente que la música es en vivo. Están tocando en este momento una sonata de Chopin, y ahora que consigo concentrarme, las notas parecen ahogar todo el barullo que nos rodea. Caminamos por los pasillos llenos de gente, de tiendas, de ofertas, de cosas que, según los anuncios, todo el mundo tiene, excepto usted o yo. Llegamos a la zona de restaurantes: gente comiendo, hablando, discutiendo, leyendo el periódico, y una de esas atracciones que todo centro comercial procura ofrecer a sus clientes.
En este caso, un piano y un pianista.
Toca otras dos sonatas de Chopin, y después Schubert, Mozart. Debe de tener unos treinta años; una placa colocada al lado del pequeño palco explica que se trata de un famoso músico de Georgia, una de las antiguas repúblicas soviéticas. Debe de haber buscado trabajo, y, después de no encontrar más que puertas cerradas, se desesperó, se resignó, y ahora está aquí.
Pero no estoy seguro de que esté aquí: sus ojos se dirigen hacia el mundo mágico donde esas músicas fueron compuestas, sus manos comparten con todos el amor, el alma, el entusiasmo, lo mejor de sí mismo, sus años de estudio, de concentración, de disciplina.
Sólo parece no haber entendido una cosa: nadie, absolutamente nadie ha venido aquí para escucharlo, sino para comprar, comer, distraerse, ver escaparates, encontrarse con amigos. Una pareja se detiene a nuestro lado, hablando en voz alta, y luego sigue adelante. El pianista no lo ha visto, sigue conversando con los ángeles de Mozart. Tampoco ha visto que hay una audiencia de dos personas, una de las cuales, virtuosa del violín, lo escucha con lágrimas en los ojos.
Recuerdo una capilla donde una vez entré por casualidad y vi a una joven tocando para Dios. Pero era una capilla, y aquello tenía sentido. En este caso, nadie lo oye, tal vez ni siquiera el mismo Dios.
Mentira. Dios lo oye. Dios está en el alma y en las manos de este hombre, porque está dando lo mejor de sí mismo, sin importarle ningún reconocimiento ni el dinero que reciba. Toca como si estuviese en La Scala de Milán, o en la ópera de París. Toca porque ése es su destino, su alegría, su razón de vivir.
Me embarga una sensación de profunda reverencia, de profundo respeto por un hombre que en este momento me está recordando una lección importantísima: cada uno tiene una leyenda personal por cumplir, y punto final. No importa si los demás te apoyan, te critican, no te hacen caso o te toleran; tú haces aquello porque es tu destino en este mundo, es la fuente de toda alegría.
El pianista termina otra pieza de Mozart, y por primera vez se da cuenta de nuestra presencia. Nos saluda con un educado y discreto movimiento de cabeza, y nosotros hacemos lo propio. Pero enseguida vuelve a su paraíso, y es mejor dejarlo allí, sin que nada en este mundo pueda estorbarlo, ni siquiera nuestros tímidos aplausos. Nos sirve de ejemplo a todos nosotros. Cuando pensemos que nadie presta atención a lo que estamos haciendo, recordemos a este pianista: él estaba conversando con Dios a través de su trabajo, y el resto no tenía la menor importancia.

1 comentario:

Astrid Mel dijo...

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